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31 Jul
31Jul

Barrito... Un cántaro de amor




La lluvia caída la noche anterior y la negra tierra del campo habían formado un montocito de barro a la orilla de uno de los senderos del monte. Era Barrito.

Siendo la primera vez que se asomaba a este mundo, Barrito no dejaba de admirar las maravillas de la naturaleza: el sol radiante brillando orgulloso en lo alto del cielo, plantas y árboles luciendo sus vestidos verdes, flores de todos los colores y exquisitos perfumes, y el melodioso canto de los pájaros que jugueteaban entre el follaje de los árboles. Barrito miraba asombrado aquel hermoso escenario.



Aunque tal emoción no tardó en ser opacada cuando el humilde montoncito de barro se miró a sí mismo:

-Cómo puede ser que en medio de tanta hermosura y buen gusto, exista yo? - se preguntó Barrito - No tengo un traje brillante y mucho menos alegre. ¡Soy tan, tan marrón! Mi perfume no es precisamente francés y apenas puedo distinguir dónde comienza y termina mi cuerpo.

Una gran tristeza invadió a Barrito y por su rostro, apenas definido, empezaron a correr algunos lagrimones que no hicieron más que aumentar su textura pantanosa.

En medio de sus sollozos comenzó a percibir algunas risotadas. Eran unos niños del monte que correteaban muy animados por camino. Poco a poco iban aproximándose hacia donde estaba Barrito. Algunos, cautelosos, advirtieron en su carrera la presencia del pequeño lodazal, y pegando un brinco lo esquivaron para no ensuciarse. Otros, en cambio, le pasaron por el costado. Pero no faltó el distraído que, concentrado en su marcha veloz, no pudo evitar imprimir su huella en la movediza silueta de Barrito. Y así, embarrado hasta las medias, comenzó a descargar una catarata de palabras por lo sucedido:



Oh, no!! ¡Lo único que me faltaba: caer en medio del barro! Ay, barro inservible, sucio y asqueroso, mira cómo me dejaste! ¡Uy mis zapatillas limpias! Uy, mis medias blancas! ¡Qué me va a decir mi mamá cuando me vea !

Así se lamentaba el niño, enojadísimo, a lo que sumó otros tantos insultos, irrepetibles en este cuento. Como un toro enfurecido que toma envión para embestir a su presa, refunfuñaba y refregaba con fuerzas sus pies sobre el pasto seco para librar a sus zapatillas del barro adherido. Sin mucho éxito, partió del aquel lugar rumbo a su casa, humillando y agraviando al montoncito de lodo.

Este desafortunado episodio había aumentado aún más la tristeza de Barrito:
Lo mío sí que es grave. Las zapatillas de ese niño por lo menos podrán lavarse y quedar relucientes otra vez, pero yo... yo voy a quedar "embarrado" toda mi vida... snif, snif y por eso me quedaré solo, completamente solo. ¿Quién querría ser mi amigo? ¿A quién podría abrazar sin ensuciarlo? ¿Quién bajaría su mirada tan sólo para saludarme? 

Snif...snif... Como dijo el niño: no sirvo para nada ¿quién podría quererme así?

Al mismo tiempo que Barrito seguía más y más ensimismado en sus lamentos, un silbido no muy lejano se escuchaba por el camino. Era una melodía alegre y serena que acompañaba los pasos casi ancianos de un simpático lugareño. No era muy conocido por los habitantes de la zona. Muy poco se sabía de su vida. Pero su melodiosa silbatina era reconocida al instante por las aves del campo, que no tardaban en acompañarlo y responderle con sus trinos. Al parecer, recorría con frecuencia aquellos caminos.

Su aspecto era sencillo y su rostro sereno. Tenía una mirada profunda y amable. A su paso saludaba sonriente a sus vecinos los árboles, las flores, los pájaros. Observaba detalladamente a uno y otro lado del camino, deteniéndose, de vez en cuando, frente a charcos de lodo, barro o arcilla fresca.

Al llegar frente a Barrito suspendió su marcha. Fijó en él su mirada tierna y supo que no debía andar más para encontrar lo que buscaba.

Barrito, que seguía llorando sus tristezas, lo vio y enseguida pensó:
Otro más!! Seguro que me salta o me pasa por el costado.
El anciano seguía observándolo.

_¿y éste por qué me mira tanto? dale, saltá, total, no vas a ser el primero. - decía Barrito en sus pensamientos.

La mirada del sujeto era cada vez más penetrante y firme, pero a su vez dulce. Lo miró, lo miró hasta que, decidido, se arremangó y metió sus manos en el barro. Comenzó a juntarlo cuidadosamente para luego meterlo en una especie de cesto que llevaba colgado. Asustado y amontonado en aquel recipiente, Barrito no podía entender qué estaba sucediendo.



El buen hombre colgó el cesto nuevamente tras su espalda y partió hacia su casa retomando su interrumpida tonada.

Tras unos minutos de caminata, llegaron a destino. Era un rancho muy humilde ubicado monte adentro, a la vera de un sendero. Estaba construido con troncos, adobe y techo de paja. Pegado a él había un improvisado tinglado que oficiaba de taller. Una de las paredes sostenía varias repisas de madera sobre las cuales lucían cacharros de barros de las más variadas formas y tamaños. ¡Era el taller de un alfarero, de un verdadero alfarero! Claro que Barrito desconocía en qué consistía este oficio.

Apenas entró a su taller, el Alfarero descolgó el pesado cesto de sus hombros y lo colocó sobre el suelo, y con una inmensa sonrisa comenzó a saludar:
Hola, hola mis cacharros! ¿Cómo han amanecido mis amigos? ¡Hermosa mañana la de hoy! Buenos días doña Vasija, buenos días señor Jarrón ¿cómo está hoy doña Maceta? ¿Cómo están sus flores Don Macetón?

Y así, continuaba con su larga lista de saludos. Barrito trataba de asomarse por el borde del cesto para ver a quiénes saludaba. Pero lo único que veía era un montón de cacharros de barro prolijamente enfilados sobre las repisas. En ese preciso instante, casi desprevenido, sintió las delicadas manos del Alfarero que lo levantaban para depositarlo sobre el disco plano de su torno.

Bueno amiguito, ya es hora que nos presentemos. Yo soy Alfarero y éste es mi taller, mi casa … y desde ahora la tuya. Pero no vivo solo: vivo con mis cacharros de barro, a quienes quiero como a verdaderos hijos! Conozco a cada uno de ellos desde que eran así como tú, sólo un montoncito de barro. Pero con paciencia y mucho amor fui moldeándolos con mis manos, hasta convertirlos en verdaderos cacharros. Quisiera que te unas a esta gran familia y me permitas transformarte en un nuevo hijo de barro para mi. Serás mi Barrito.

Barrito no salía de su asombro: el Alfarero lo había llamado por su nombre, cómo podría saberlo?! Con cuánta dulzura le hablaba. Barrito ya no estaba solo, su suerte había comenzado a cambiar. Y así, confiado en las palabras del Alfarero, se entregó por completo a sus manos.

El humilde artista sonrió y dijo - "manos a la obra!". Arremangándose nuevamente, comenzó a girar la rueda y a amasar a su Barrito. Era impresionante cómo aquel montoncito de barro iba cambiando a cada instante su aspecto con las caricias amorosas del Alfarero y, hasta era inevitable que Barrito no soltara alguna que otra risita por las cosquillas que el artista le hacía con sus dedos.
Al mismo tiempo que Barrito era moldeado por las manos del alfarero, entre ellos iba naciendo una amistad sincera y confiada.

El Alfarero no apartaba sus ojos de la obra. Miraba a Barrito con cariño comprendiendo su soledad y su necesidad de ser aceptado y amado. Lo miraba con ternura, lo miraba con AMOR. Porque ya amaba a su obra aún sin terminarla ,la amó desde el momento mismo en que la pensó.

Sus manos seguían metidas en aquel barro, todavía blando y dócil. Para nada le importaba "embarrarse", pues sabía que sólo haciéndolo podía comprometerse con su obra. Sólo "embarrándose" podía llegar al corazón de Barrito para infundirle nueva vida.



El Alfarero giraba su torno al compás de su tonada. Con ambas manos rodeaba la bola de arcilla. Con sus dedos iba guiándola para que se levantaran sus paredes y fuera poco a poco adquiriendo la forma pensada.

El trabajo era lento y, a veces, hasta costoso. Pero el Alfarero no desistía y ponía todo su empeño y su amor. Cada mañana volvía sonriente a su obra, agregaba pequeños rollitos de arcilla, y estiraba las paredes de Barrito que seguía creciendo y transformándose entre sus manos. De a poco iban desapareciendo sus zonas porosas e imperfectas hasta quedar su contorno completamente liso, suave y redondeado.

El Alfarero imprimió en él su sello, su corazón. Lo llevó hacia el horno ardiente y con dulzura le dijo:
No tengas miedo, Barrito. Nada malo te pasará. Si fueras cántaro de oro, el calor te derretiría y te consumirías por el dolor. Pero no eres de oro, sino de barro. El fuego te hará fuerte y aún más hermoso. - Diciendo esto lo entregó al calor de las llamas para cocerlo.

Al cabo de unos días Barrito se había convertido en un hermoso cántaro y había alcanzado un color casi tan luminoso como el sol. Levantó su vista y vio ante él a su Creador. El Alfarero lo miró emocionado, lo tomó entre sus manos y lo besó, como hizo con cada una de sus obras.



Bueno Barrito, finalmente lo logramos. Lo hicimos juntos, porque yo te modelé, pero tú te dejaste hacer. Eres un hermoso cántaro. Un cántaro especial. Desde que te pensé y te tuve entre mis manos, supe cuál sería tu misión. Te hice sencillo, pero abierto y profundo para poder siempre llenarte. Serás cántaro de Agua Viva. Te llenaré de mi agua. Agua pura, fresca, cristalina. Estarás siempre ante las puertas de mi taller. Un día pasará por aquí algún peregrino cansado por su viaje, o un campesino fatigado por su labor, o quizás a alguien desamparado y sediento de amor. Te verán, se acercarán y beberán de ti hasta saciarse. Se alegrarán por haberte encontrado en su camino y se sentirán reconfortados porque en ti he puesto mi Amor. Tú calmarás su sed, sin embargo no te vaciarás, porque estaré siempre a tu lado para llenarte.

Y así fue como el Alfarero hizo de Barrito un cántaro de Amor, guardando en él su mayor tesoro: el tesoro de DAR.




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